EL CANDIDATO DEL REY (y 2)
(De la primera parte):
Fue el rey a consultar con su viejo padre quien, tras escuchar a su hijo, le contestó en éstos términos:
-“Somos una gran y antigua nación. Y no sólo por regalo de Dios, que bendijo nuestras tierras, sino por el esfuerzo y penurias de nuestros antecesores. Carecemos de legitimidad ni moral ni jurídica para fracturar las tierras que de ellos recibimos. El gobernante, o lo es para hacer mejor la convivencia de todos nuestros vecinos, o no lo es. No debe gobernar quien esquilma a su pueblo, quien lo somete a mentiras y ocultaciones, quien se cree de mejor calidad que los demás, quien adoctrina a los infantes para mejor someterlos, quien confunde a las gentes defendiendo que, so pretexto de ser todos iguales, prioriza el derecho de la mujer sobre el hombre o del hombre sobre la mujer, quien no guarda el respeto debido a los muertos porque se combate a los vivos y se deja descansar a los muertos, quien beneficia a unas tierras sobre otras o a unas personas sobre otras. Y, ¡qué carajo!, la Nación ni se parcela, ni se disgrega, ni se descompone, ni se quiebra. La Ley a todos nos manda y todos estamos sujetos a ella; a quienes tienen encomendado aplicarla les debemos obligadamente acatamiento y cuando condenan por contravenir la Ley nada hay que exima a los culpables de la pena. Hijo mío, tienes la responsabilidad y deber máximos. Si has de guerrear, guerrea. Nadie te garantiza la victoria. Nadie se la garantizó a tus antepasados. Pero jamás podrás perder el honor y lo que ello comporta”.
Aquellas solemnes palabras calaron con naturalidad en el corazón y el sentimiento del rey. No tenía duda alguna. Sólo quedaba actuar en consecuencia.
(Segunda parte):
“Sólo faltaba actuar”. Actuar en aquella época, (y en ésta lo mismo) suele ser una fase delicada, difícil. Porque puede ocurrir que la acción ponga al desnudo la incapacidad operativa del actor.
Cavilar, meditar, reflexionar, mostrar incluso ocurrencias, con frecuencia dar la tabarra con pensamientos más o menos madurados, está al alcance de una parte significativa de la población. Sin entrar en la calidad o bondad de las cavilaciones, meditaciones, reflexiones, ocurrencias o pensamientos. Que lo más corriente es que sean de calidad pésima.
De forma y manera que disponer de unas reflexiones apreciables es un verdadero tesoro. Y las del padre del rey eran excelentes, oportunas, atinadas, grandemente ajustadas a la realidad y perfectamente cocinadas con la sabiduría y experiencia del anciano. (Claro que probablemente no se jugaba una vida dilatada.)
Pero, ¿y actuar? Amigos, para eso, además de las facultades y habilidades necesarias es preciso, ante todo, “tener los borbones necesarios”. Y eso casi roza el milagro. Unos borbones sanos, potentes y “bien puestos” es una herramienta imprescindible para emprender según qué tipo de acciones. En especial aquellas que comportan algún riesgo para la placidez de la vida, para la salud y, no quiero ni decir, para la propia vida. Por eso es muy corriente que muchos proyectos no consigan salir de su propio huevo y no fructifiquen en acción alguna.
Bien es verdad además que errar en un pensamiento no acarrea por lo general las perniciosas consecuencias que ocasiona fracasar en una actuación. Las palabras se las lleva el viento. Pero para borrar los hechos es preciso echarle ingenio, caradura y, casi siempre, maldad, mucha maldad.
Es muy habitual que para justificar (incluso a nosotros mismos) no hacer algo después de haber concluido que era lo que había que ejecutar, busquemos y encontremos con facilidad asideros a los que agarrarnos: la prudencia, la paciencia, el tiempo como aliado (¡hay que ver la cantidad de asuntos que arregla el simple transcurso del tiempo!), la serenidad. Todas ellas justificaciones virtuosas que, a cada paso, esconden la razón verdadera por la que se evita pasar a la acción: la falta de unos borbones bien puestos.
Pues nuestro buen rey decidió no poner a prueba en esta oportunidad sus borbones. Descarto la posibilidad de que careciera de ellos porque (al menos en los cuentos) son consustanciales a la realeza y además tenia bien acreditado tenerlos y bien puestos en difíciles ocasiones del pasado. Sin duda que el primer rey de una dinastía tenía los borbones que quitaban el hipo. Los descendientes …, es otra cosa, aunque es de esperar y de exigir que en buena parte la sangre azul de los monarcas circule por aquellos. No se concibe una verdadera sangre azul si se carece de los borbones necesarios.
Quizás el Rey consiguió con su decisión mantener de momento su posición sin involucrarse. Las posiciones a veces se heredan pero las debe mantener el heredero, forzosamente. Avisado estaba en nuestro caso el rey de que el duque de Trápala ni le mostraba el exigible respeto ni daba muestras de apreciar ni al monarca ni a la corona ni a los ciudadanos. Una perla, vamos.
Se equivocó el rey, le faltaron borbones, de manera que, tiempo después, la nueva dinastía de Trápala, tras acabar con cualquier anterior imagen real, ordenó a sus escribanos que fijasen la nueva y “verdadera” historia del reino en que, inicialmente aparecía nuestro rey como un traidor, para desaparecer de los escritos en sucesivas ediciones.
Los súbditos se lamentaron una y mil veces de no haber ofrecido en su momento al rey de nuestro cuento todo su apoyo y aliento. Después, ya humillados y esclavizados, fueron perdiendo su memoria y su propia dignidad.
Del duque de Obradoiro no se supo más que, entregado a sus gentes y a mejorar sus vidas, acrecentó sus tierras y su prestigio.
¿Y qué pasó del honor?
3-10-23
CM
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