SOBRE UN PAR DE POSETES
(Unos pocos términos menos usuales son mi mínimo homenaje a los manchegos, con la ayuda de mi mujer)
Las últimas horas de la tarde mortecina, traían una bruma que por momentos devoraba el espacio. Nacía de la tierra y ascendía, velando viñas en el campo y casas en el pueblo. Llegaba acompañada de un frío intenso vestido de escarcha.
La última casa del pueblo no es grande. Recia y muy proporcionada, daba cabida por las tardes a cuatro viejos amigos entretenidos en jugar al “truque”, echar un tiento al porrón de un buen vino y clavarse algún chorizo, asado entre los rescoldos de la lumbre y aprisionado después por un corte de hogaza.
Esa tarde habían amainado las chanzas. La memoria de Pedro, el anfitrión, le traía profundos y muy vivos dolores a pesar de remotos. Veinte años atrás volaron destrozados por una bomba los cuerpos de su amada hija (su ángel), y de su nietecito cerca de la estación madrileña de Atocha. Ella, recién cumplidos treinta y dos años y siete la criatura. Trataron los amigos de disimular el horror de la tragedia, pero sin lograr evitar la pesadumbre del recuerdo.
A la escuálida luz de la entrada salieron dos de los ancianos bien enfundados en sus capotes que pronto comenzaron a brillar empapados.
Ya solos, Pedro y su primo Juan, se apoyancaron en sendos posetes de asientos de piel de oveja, ya sobados, aproximados al sogato de la chimenea. Los codos apoyados sobre las piernas, las manos juntas y abducidos por el chisporroteo de los maderos candentes. Silenciosos, como ausentes.
Fue Pedro quien hizo vibrar el aire con voz ronca y queda:
- Casi niña murió su madre, mi dueña Joaquina. ¿Que sintió el angelito?, ¿Cuan grande fue su desamparo? Tomé la decisión firme de dedicarle mi vida, hacerle centro de mis afanes, vivir para ella. Lo que mejor supe hice, por ella y por la memoria de Joaquina.
- Y Petri te respondió con creces. Tan linda, tan cariñosa, tan avispada, tan buena y tú, su mayor encito, su padre, su maestro, su segunda madre, su modelo, su ídolo. Recuerdo ahora lo que sufriste al hacerle su primera trenza, una sogueta. Después las hacías sin mirar, fascinado conversando con ella.
Veros juntos era un deleite para cualquiera.
- Cuando Petri creció, se convirtió en una moza de ensueño. Tal brillo también en sus pensares y llamativo conocimiento, de manera que busqué la forma de que estudiase en Madrid. Vivió siete años en una residencia, pero jamas dejó su casa, su casa siempre fue ésta. Incluso cuando se casó y montaron su hogar en la capital. Cuando venía, siempre me soltaba lo mismo: “¡en casa!”. Yo me emocionaba hasta derretirme.
- Siempre fue un portento. Médico con la mayor calificación, ambiciosa de entregarse al bien de los demás. Escaló alto, muy alto, pero jamás perdió de vista a los suyos, a “lo suyo”. Humilde, agradecida, siempre alegre y divertida. Nunca dio muestra alguna de creerse superior, siempre una más entre sus amigos de toda la vida, sus amigos del alma. No los amaba por lo que hacían sino por lo que eran.
- Cuando me dijo que iban a ser padres casi se me para el corazón: “mi niña, ¿madre?”. A las tres horas ya estaba yo en Madrid, abrazándola temblando. Lo percibió y me dijo: “siento lo mismo papá”. Y engendró una criatura preciosa, como traído directamente del cielo. Sus grandes ojos inquietos y siempre sonrientes. ¡Qué ternura Dios mío!
Del lagrimal de Pedro asomó una lágrima, como las que no pudo alumbrar ante sus restos.
En el receso de la conversación, echaron un trago que ayudase a pasar la emoción por la garganta.
- Mira, Juan, en Petri yo encontré lo que más valoro en la vida: la bondad, el apego a los demás, el esfuerzo sin reparos para superarse, la lealtad, la sinceridad, el sentido del honor y respeto a la propia dignidad, el amor a la vida, la humildad ante los demás, el sentido profundo del valor de la palabra comprometida, el desapego a lo puramente material, la honra a todos los muertos, el comportamiento intachable, ejemplar, el respeto ante los pensares ajenos, el ansia de mejorar, el amor sincero por la naturaleza, …
Ahora sí, Pedro no pudo, no quiso, evitar un llanto convulso, sin apenas ruido, que duró mucho tiempo.
Juan apoyó levemente, con enorme delicadeza, una mano sobre el hombro de su primo que se plegaba a sus hipos.
- Fueron unos perfectos hijos de puta, gentes sin entrañas, mierderos. ¿Etarras, musulmanes?: escoria.
Pero también, desgraciados todos los que hicieron mal su trabajo, investigadores, jueces, comunicadores. Y héroes cuantos se volcaron en ayudar a otros ignorando sus propias heridas.
Y malditos todos los políticos, de cualquier signo, que hace veinte años y hoy también, utilizan a los inocentes muertos y heridos como armas arrojadizas. No son personas, pertenecen al mundo de los monstruos.
¿Cómo es posible que, tras veinte años, no sepamos quienes perpetraron el crimen inmenso, qué objeto perseguía, a quien beneficiaba? Sí sabemos que perjudicó a ciento noventa y tres asesinados, a más de mil ochocientos heridos, a sus familias, a todos sus seres queridos. A los españoles todos.
Caiga la peor maldición sobre quienes ni siquiera supieron ni saben respetar a los muertos.
11-3-2024
CM
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