DE MÉDICOS, FARMACÉUTICOS Y ENFERMOS
Los tropiezos de salud dan oportunidad de entablar conversación con quienes no es fácil o, al menos habitual, que charlemos.
El último catarro (alguna secuela aún queda) y una necesidad hospitalaria fueron inesperados vehículos de interesantes charlas.
En un centro médico tuve la suerte de que me atendiese una profesional rigurosa pero amable, profesional pero humana. Le pareció que me dolía de una garganta en mal estado y me aconsejó y recetó en consecuencia advirtiéndome que los síntomas finales serían pelmas.
No sé decir ahora cuál fue el motivo que disparó un corto (estaba en consulta) pero muy sustancioso parloteo. En su opinión la situación general es desastrosa y opinaba que nada podía hacerse para remediarlo. Escuchaba en su consulta el desánimo de las más diversas personas (claro que estaríamos condicionados por nuestras dolencias). Su opinion es que el mal viene de hace años, en un progresivo y constante deterioro de la vida individual y, principalmente social. Su parecer hacia los líderes y dirigentes sociales no podía ser más oscuro y descalificador.
Me pareció llamativa su desmotivación por tratarse de una persona evidentemente formada (no sólo como médico) y con un nivel de información privilegiado por el balcón que le ofrece su consulta. Su mayor desánimo se centraba en los más jóvenes a quienes estimaba envejecidos al tiempo que escandalosamente inmaduros. Me dijo que, por eso, nuestro futuro no aparecía menos negro que el presente.
Me sorprendí a mí mismo tratando de llevar ánimo y esperanza a su sentir. No podemos perder a personas en plenitud de vida personal y profesional, inteligentes y con evidente capacidad de elaborar criterios meditados. Es un “lujo” que esta sociedad no se puede permitir, le dije. Y también que todos tenemos capacidad de hacer algo en defensa de lo justo, la verdad, el respeto, la responsabilidad, el trabajo bien hecho, … y tantas joyas que recibimos de nuestros padres y maestros y que fuimos posteriormente atesorando al andar la vida.
Al trasladarle que no hay esfuerzo pequeño ni, mucho menos, despreciable, apareció en su semblante una reflexión con algún destello. Me lo agradeció. Aunque coincidimos plenamente en la degradación general de la sociedad de occidente y de la española en particular. Me alivió enormemente el catarro. Sus medicinas también.
Pasé por la farmacia a proveerme de lo prescrito por la doctora médica. Aún era muy temprano y encontré a la farmacéutica titular en su local vacío.
Aquí sí recuerdo bien cómo se disparó la ballesta: la enorme cantidad de medicamentos a falta de suministro por los laboratorios. Está profunda y airadamente indignada por una situación de desabastecimiento que no ha conocido en más de treinta y cinco años de profesión. Como lo había padecido en carne propia, indagué por los motivos: nuestro gobierno (que aprueba los precios de los medicamentos) tiene topados los precios (supone que para sujetar la inflacción). Así se ha conseguido que quedemos “a la cola” de suministros, tras países que pagan más por los mismos productos. Me aseguraba que, además de los lógicos (USA, Alemania, Japón, …), están por delante en la “cola” países como Portugal y Marruecos (¡). Es una concreción tremenda de nuestra deriva venezolana.
Le referí algo de mi corta cháchara con la médico. Vino a coincidir plenamente y a asegurarme que, desde su atalaya, contempla idéntico panorama. Como somos antiguos conocidos sólo le aporté alguna nueva reflexión sobre el envenenamiento de las tiranías y aún no la tenia registrada. Tuve la suerte de que disponía de los medicamentos de mi receta.
Regresé a casa con mi catarro, aunque algo reconfortado por considerar que posiblemente coincida con otros muchos en dolerme de las heridas de mi querido país.
La tercera pequeña experiencia se originó por una circunstancia más dolorosa, preocupante y angustiosa en el marco de un hospital al que nos tuvo que trasladar una ambulancia de madrugada.
Permanecer más de veinte horas en la zona de urgencias es una vivencia que suma al dolor físico y anímico una incomodidad extraordinaria. De manera que cuando, a la vista de pruebas realizadas, un doctor te informa que hay que permanecer ingresado es una liberación porque de los males diversos elimina una zona de la incertidumbre. Aunque frustra inmediatamente la ilusión de salir porque siempre hay que esperar a que quede libre una habitación “en planta”. No hay diagnóstico sino motivo de preocupación para seguir investigando.
La estancia en urgencias exige un nivel físico apreciable para vivir en un espacio mínimo acotado por cortinas (los sonidos y olores son comunitarios y compartidos) y el acompañante sólo dispone de una silla antipática que apenas permite estirar un poco las piernas. Cuando un joven fornido y encantador celador aparece para conducir al enfermo a la habitación soñada se te saltan las lágrimas de emoción. Así de curioso, ya que significa en realidad que quedas más hospitalizado. La pericia de un conductor que es capaz de hacer pasar una gran cama por huecos imposibles es casi un espectáculo.
La cumbre es perfecta, amplia, cuidada, alegre y exclusiva (sólo tus ruidos y tus olores). Pero de inmediato proceden a inmovilizar al enfermo con los tubos más diversos. Mientras, el acompañante prueba diversas opciones de asientos. Sólo uno fue diseñado por una persona cabal. De manera que, a las pocas horas, se esfuma buena parte de la magia del anhelo.
Emprendí paseo por el larguísimo pasillo del hospital. Centro de enfermería distante de la habitación, muy importante para el descanso nocturno. Y grupo de enfermeros que responden educadamente al saludo. La jefa, arisca, muy en su papel de jefa, no pone buen gesto a una muy leve chanza. Peor para ella porque creo que crear un clima distendido y amable a todos beneficia. Pero como siempre recuerdo el dicho taurino de que “cada toro tiene su lidia y yo prefiero los difíciles” (El Viti), dejé pendiente romper el hielo. Lo de El Viti suele funcionar con los humanos. Esta vez funcionó (lo que, además fue útil para que, a los días, se gestionase con verdadero interés la ambulancia que nos devolvería a casa).
En el paseo pasillero saludé con algún afecto a la limpiadora. Su respuesta, alegre y agradecida, posiblemente significaba que los más ni saludan. Me dijo algo así como “cómo se nota que es usted un señor de verdad, muy amable, como su vecino de habitación”.
Al poco apareció el mencionado. Nos saludamos, nos presentamos y nos pusimos a conversar quedamente. Serio, afable, ilustrado, huésped del hospital durante diez días, prudente, inicialmente algo reservado. Apostaría que es militar o juez. Finalmente, su ataque durísimo pero respetuoso al gobierno y a su jefe resultó demoledor. Dura crítica al comportamiento de la iglesia católica dirigente (“la Iglesia, hace años que descarriló por caminos absurdos, ha perdido gran parte de su autoridad”). Tremendamente pesimista, cree que ya no hay solución. Que queda muy poco tiempo para la catástrofe definitiva y que ya no se puede hacer nada. Que el poder lo manejan malas personas, mal preparados, apátridas y ladrones. Su hijo se plantea seriamente huir de España; le retiene su mujer y dos hijos, pero cada vez con menor fuerza. A él se le rompe el alma, pero comprende totalmente a su hijo.
Me animé a decirle que la derrota no es una opción, hasta el final. Cayó, meditó y terminó: “posiblemente tenga usted razón”. Me hice la ilusión de que parecía haber rejuvenecido. Quedamos en repetir jugada. Afortunadamente no hubo ocasión porque volvimos pronto a casa.
No tengo la menor duda de que médico, farmacéutica y hospitalizado forman parte de los ganadores de las elecciones democráticas (ése es mi optimismo). La perversión se lo impide, nos lo impide, no son capaces, no somos capaces, de cohabitar con delincuentes, asesinos, traidores y comunistas. Otros pueden hacerlo sin problemas hasta con el abusador de sus sobrinos, y gobiernan (o algo poco parecido).
4-2-2024
CM