EL DISIDENTE
Recientemente hemos escuchado a don Alfonso Guerra tratando de aclarar (con su verbo fácil y su oratoria eficaz) que él no era un disidente del PSOE puesto que no había cambiado su posición ni en los dos últimos meses ni respecto a los postulados del último congreso de su partido celebrado hace apenas dos años (no a la colaboración con Podemos, condena a quienes intentaron subvertir el orden constitucional, respeto riguroso a la Constitución y a los principios que la inspiraron). “No soy yo el disidente, porque no he cambiado, el disidente es “el otro” (Pedro Sánchez) que ha cambiado de posición”.
Desde los años cuarenta del siglo pasado el término “disidente” se viene usando principalmente con carácter político y especialmente a quienes se enfrentaban a las dictaduras comunistas (de la URSS, de Cuba, de la China comunista, …). Los disidentes siempre son y han sido perseguidos.
La más rabiosa actualidad se refiere a los disidentes del PSOE. La dirección del partido ha sido rigurosa expulsando por disidentes a reconocidas figuras del socialismo español como don Joaquín Leguina -expresidente de la Comunidad de Madrid- en diciembre de 2022 o don Nicolás Redondo Terreros -exsecretario del partido socialista vasco- en septiembre de 2023. Con don Felipe González y don Alfonso Guerra la dirección del partido aún no se ha atrevido. Pero cada día aumenta el número de ex dirigentes socialistas que se manifiestan contra la política seguida por su Secretario General.
En un escrito reciente –“Usurpación del PSOE”- ya planteé mi tesis de que el secretario general, Pedro Sánchez, ha usurpado la marca PSOE y, de facto, ha formado otro colectivo totalmente sometido, esclavizado, a las cambiantes directrices del jefe. Creo que, a estas alturas, nadie puede dudar de la carencia de principios y valores sólidos y estables de Sánchez, fuera de su decidida y eficaz lucha por el poder. Absolutamente permeable a las posiciones políticas más diversas y encontradas (Junts, Bildu), se pliega a cuantas puedan serle de utilidad para ostentar el poder. Y reconoce como “contrario y enemigo” sólamente a quien puede disputarle el poder. Él no es El Partido pero ha creado una estructura (“bases”, “asalariados”) que en la práctica lo ha suplantado. Por eso decía yo que quizás ya no existiera el PSOE.
Pero hoy me importa tratar principalmente la mentalidad de aquellas personas que se encuentran “entregadas” al jefe y a lo que, en cada momento, pueda él defender, sea agua o fuego. En particular hablo de los “integristas de izquierdas”. Creo que se trata de un “sentimiento” (ser de izquierdas) que ha conseguido situarse como sinónimo de progresismo, de cultura avanzada. Su marketing ha sido impecable de forma que la sociedad en su conjunto tiene asumidas tales características y valores. Aunque, una vez conseguido el estatus de “izquierdas” no sea en absoluto preciso practicar con sacrificio ayudar al más necesitado ni justificar su superior posición intelectual.
Ser de ”izquierdas” se supone pertenecer a una marca de mejor calidad humana que el resto (esto no se discute), que incorpora un desprecio tal a ese resto que, calificándolo de equivocado, sólo puede aspirar a ser “sometido” y conducido por la jefatura de izquierdas. Es la esencia de las viejas y conocidas dictaduras de izquierdas.
Esa posición no es compatible con la democracia, puesto que ésta exige un principio de “igualdad” entre humanos y, por tanto, respetuosa de pensamientos y opiniones que difieran de las que, a priori, ya están definidas como “las buenas”. No ha lugar al debate.
Ser de “izquierdas” aporta la enorme ventaja de no tener que justificar ni en pensamiento ni en hechos los principios y valores personales. Seguro que, para muchos, exime de tenerlos. Les basta la “marca”.
En el caso español existe una mentalidad arraigada de “heredar” lo que a los parientes ocurrió aunque el tiempo transcurrido sea dilatado (por ejemplo, la guerra civil terminó hace más de ochenta años) y asignarles la bondad de su posición y asumir los horrores de sus agravios. Pero a la antigüedad la “izquierda” la sitúa en el plazo que estima oportuno (¿por qué desde 1936 y no desde 1989 o 1540, por ejemplo?). No se trata desde luego de “jugar limpio” sino de “arrimar el ascua a su sardina”. Como se trata de un “sentimiento” de tipo “vendetta” (muy ordinariamente mortuorio), escapa de cualquier debate racional.
Finalmente, hay quien se ampara tenazmente en la marca “de izquierdas” y que con cierta frecuencia es realmente un “autodisidente”, o sea, discrepa íntimamente consigo mismo, lo que le conduce a posiciones de amargura revolucionaria puesto que es la que mejor acoge la disconformidad. Aunque, en estos casos, la discordia sea con uno mismo. La amargura que produce la decepción del propio yo es la más profunda, la más inhabilitante, la más grave de las amarguras.
Por eso, creo yo, que hay bastante gente que se pronuncia “de izquierdas” de la que resulte difícil comprender cuál sea su razón y, sobre todo, qué motiva su “cerrazón”.
Naturalmente que he conocido, tratado, querido y respetado a muchas personas “de izquierdas”. Y de ellos también he podido aprender y conocer ángulos de visión nuevos e interesantes. Pero no hubiera sido posible desde el “supremacismo” que otorga a una marca algunas falsedades evidentes.
25-9-23
CM
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