EL ENEMIGO MÁS PELIGROSO
Creo no tener enemigos personales, al menos declarados ni vislumbrados. Muy al contrario, estoy seguro de ser estimado por más personas de las que seguramente merecería. Aunque es cierto que he procurado siempre tratar a los demás con el mayor respeto y algo debí aprender de mi padre y de mi abuelo. Uno y otro adoptaban frente a los demás una actitud comprensiva. Mi abuelo era incapaz de soportar que en su presencia se criticase a alguien. Siempre imaginaba posibles excusas para actos presuntamente inadecuados. Mi padre participaba de una visión profundamente liberal de la vida en perfecta convivencia con su fuerte carácter.
Sea como sea, he tenido la suerte de gozar con los éxitos ajenos y dolerme con sus fracasos. Y, desde luego, he tenido el privilegio de provenir de una espléndida familia, me encontré con una mujer extraordinaria con la que sigo disfrutando nuestra cada vez más reducida vida tras más de cinco decenios compartida. Nuestros hijos, fenomenales, buenas gentes, que continúan la tradición tribal de seguir trayendo a nuestro mundo buenísima gente. En la voluminosa porción de mi vida que ocupó el trabajo he disfrutado de jefes, colaboradores y subordinados extraordinarios que fueron absolutamente claves para que consiguiera alcanzar satisfactorios objetivos profesionales. Es decir, todo y todos me han exigido portarme con los demás de forma creo que más que aceptable. Naturalmente que tendré críticos, como el que más. Más que probablemente con razón. Pero carezco de enemigos conocidos. Con una excepción: yo mismo.
Veo con alguna frecuencia jugar-trabajar a un jovencito excepcional, formidable en lo suyo, que es el tenis profesional. Lo que conozco de la vida de éstos profesionales es impresionante porque viven para su oficio con un nivel de esfuerzo y sacrificio sobrehumanos. Llego a conocer a alguno de los que triunfan pero, ¿cómo será el caso de esa inmensa mayoría anónima que no logran destacar lo suficiente?
La cuestión es que el joven Carlos Alcaraz ha disputado recientemente la semifinal de Roland Garrós frente al tenista que considero más potente en estos momentos (Djokovic). Pero es tal la pericia de Alcaraz, pese a su juventud, y el ímpetu y pasión que pone en su juego que creí que era perfectamente posible que venciese a su formidable contrincante.
Iniciado el segundo set del partido, Alcaraz comenzó a comunicar con su actitud general y con la fortaleza y precisión de sus jugadas que se había asentado en la circunstancia del complicado partido y daba claras muestras de que sí se sentía posible ganador. Su actuación fue tremendamente brillante. Y ganó el segundo set dando muestras clarísimas de su progresión y de su convicción. Como no soy en absoluto experto en la materia me ahorraré comentarios sobre la grandeza y valía del juego del uno y del otro. Pero sí percibí con claridad que Alcaraz podía ser el triunfador.
Poco después de iniciarse el tercer set, repentinamente, y sin razón aparente, Alcaraz quedó paralizado de una pierna. En pocos minutos quedó claro que se encontraba lesionado, bloqueado, incapaz de seguir jugando competitivamente. Su estimable pundonor le mantuvo en la pista, ya sin opción ninguna de competir. Djokovic (que estuvo preocupado y estimulante con él ante la lesión), arrasó en este final de encuentro frente a un Alcaraz tan evidentemente mermado que conmovía.
¿Qué ocurrió, que falló inesperadamente? Las revisiones físicas del fisioterapeuta y del médico de Alcaraz concluyeron que no detectaban problemas físicos, al punto que no se opusieron a que continuase, aún tremendamente disminuído.
Carlos Alcaraz sucumbió contra sí mismo, contra su más peligroso enemigo. Manifestó más tarde que cayó como consecuencia de la presión a que estuvo sometido anímicamente desde que se presentó la oportunidad de vencer al gran tenista del momento e incluso acceder a ganar el célebre y prestigioso campeonato. Se rompió su cuerpo al no poder soportar la presión de su psiquis. Su perfecta preparación física, su tremendo poder de atleta, cayó fulminado bajo la fuerza de la tensión descontrolada.
A quien más temo yo es a mí mismo, a aquella parte de mí donde se fabrica el ánimo o el desánimo, la certidumbre o la desconfianza en las propias capacidades. Ése sí es un enemigo harto peligroso.
10-6-2023
CM
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