LA RESIDENCIA GERIÁTRICA
Somos cuatro provectos octogenarios, amigos, pacíficamente contrincantes y hasta muy recientemente muy próximos y antiguos vecinos.
Hace ya muchísimos años tuvimos hijos con diferencias cortas de edad que se criaron en un ambiente apacible, pura naturaleza entonces, que creo que ha sido una marca importantísima en sus vidas. Nuestros hijos en particular, regresando de las visitas a los abuelos en Madrid, echaban pestes del desagradable olor y ruido de la gran ciudad. No es de extrañar que después situaran sus nidos en entornos naturales. Creo que tuvieron una vida muy saludable.
Aquél pequeño y humilde pueblito en que nos asentamos a principios de los setenta, ha experimentado una gran transformación, repleto de servicios, urnanizaciones, grandes avenidas en que la tierra fue cediendo lugar al cemento, al ladrillo y al asfalto.
Hace tiempo que los cuatro amigos pusimos fin a nuestras intensas y extensas vidas laborales. Se vaciaron nuestras agendas cotidianas, se apaciguaron los teléfonos, escapamos de los atascos de tráfico diarios y entramos en un sereno tránsito a la vejez. En el inevitable avance hacia ella también fueron mermando nuestros viajes paulatinamente y nuestro mundo inmediato se fue haciendo cada vez más pequeño.
Un día, el más entusiasta del grupo, enarboló la bandera mágica del reencuentro bajo la potente enseña de un precioso juego de cartas: el Mus. Como suele en los cuartetos clásicos, a lo largo del tiempo en el grupo se han ido produciendo penosas sustituciones, pero siempre manteniendo las esencias y los tres tiempos en los encuentros: charla, meriendita y Mus, con anárquica libertad de mezcla entre ellos. Las siete de la tarde de los lunes se convirtió en la hora mágica de los encuentros y las dos o tres siguientes han venido ocupando una parte muy principal en nuestras vidas.
Uno de los “jóvenes contendientes” se cayó al salir de un coche. Se rompió una muñeca (enyesada) y quedó lesionada una cadera sin opción a cirugía, de forma que le incapacita casi para andar y totalmente para afrontar escaleras. El diseño de su casa impide que se pueda manejar en ella. En tanto pueda fabricarse una solución, nuestro amigo lleva tres días en una residencia geriátrica.
Ayer nos coordinamos los tres para ir a ver al “residente”. Como nos perdimos en el camino, dispusimos de poco tiempo para charlar con él (no hubo tiempo para utilizar la mágica arma de la baraja y amarracos que llevábamos). Se llevó una sincera e inesperada alegría. Le encontramos lúcido, dolorido pero locuaz, calificó de buena la alimentación, duerme bien y manifestó que estaba “viviendo una experiencia nueva”. Si ese ánimo se mantiene, lo fundamental marcha.
La residencia ocupa un nuevo y enorme edificio precedido de una muy amplia terraza entoldada de agradable aspecto. Ya dentro, mármoles y amplios y largos pasillos asépticos, varias salitas y muchos ancianos.
Leí alguna vez que los ancianos exhalamos un olor específico (“kareishu” lo bautizaron los nipones) que produce la molécula “2-nonenal”, consecuencia de la oxidación de los ácidos grasos de la piel. ¡La oxidación una vez más! Estoy convencido de que el maravilloso oxígeno que nos permite vivir, también nos va matando lentamente. El caso es que la concentración de kareishu impregna este tipo de locales y, posiblemente mezclado con productos desinfectantes, produce un “perfume” con personalidad (no es un Chanel 5, pero … tampoco se confunde y posee un alto grado de permanencia).
Pienso que la calidad de este tipo de residencias radica en su personal. Es uno de esos empleos que considero inconcebibles si no son vocacionales. Para mí que tiene muy altas exigencias que sólo es capaz de cubrir la vocación, además de otras habilidades y adiestramientos. El grado vocacional lo percibo inmediatamente, para bien y para mal, e incluye un amor inmenso por el ser humano desvalido y una gran capacidad para expresarlo. De no existir este don, lo demás tiene poca o ninguna importancia. Puede que algunos residentes lo sean circunstancialmente y por poco tiempo. Pero creo que una inmensa mayoría son permanentes y que allí pasan los últimos tiempos de esta vida. En ocasiones con el cuerpo o el alma, o los dos, maltratados, en malas condiciones. Por ello creo que es fundamental que se perciba el amor, sin límite, con entrega y paciencia infinitas. Muy comúnmente el último tramo de la vida está más precisado de amor (además de especiales atenciones físicas) y no siempre están los más allegados en disposición de transmitirlo con la intensidad y el tiempo que el anciano demanda. Los cuidadores han de ser conscientes de tal carencia y atender a cubrirla en la medida de sus posibilidades.
La residencia donde visitamos a nuestro “mosquetero” ofrecía un espléndido aspecto material. A las cuidadoras que atendían a las personas del salón en que se encontraba nuestro amigo, les faltaba vocación. Apenas se mantenían dentro del puro respeto.
No me gustó la residencia en la que nuestro amigo está pasando ahora su vida (sin saber por cuánto tiempo).
Quizás lo que pido sea una quimera. Si es así, no me gustan las residencias de ancianos.
Anoche me dormí con un quedo canturreo: “tanto vestido blanco, tanta parola, y el puchero a la lumbre con agua sola”.
CM
15-10-2025


















