sábado, 19 de abril de 2025

 VIAJE A LA MANCHA

 





Durante la niñez de nuestros hijos viajábamos con frecuencia festiva al lugar donde nació y vivió durante años mi esposa, un importante pueblo manchego. Rico ya entonces por su potente agricultura de viña y cereal.

Por entonces, disfrutábamos de los abuelos, del campo hipnótico y de una extensa familia acogedora y amorosa con la que compartíamos encantadoras reuniones en estancias campestres con gran encanto y espíritu alegre de solaz recreo.





La casa del pueblo, luminosa, de amplias estancias, con patios y corrales accesibles por distintas escaleras y la piscinita en la finca anexa hacían las delicias de nuestros pequeños (y de nuestra mascota). Y las nuestras también. Las campanadas de la iglesia próxima aportaban su arrullo sonoro.

A veces, alojados en el campo, el despertar atronador de cientos de trinos nos marcaba el inicio del nuevo día. La enorme balsa reguladora para el riego de los campos nos ofrecía el baño reparador de una piscina inmensa. Si vivíamos en la casa del pueblo, a la tarde las meriendas eran fijas junto a la gran balsa bajo la protección misericordiosa de unos gigantescos pinos. En las tardes más frescas enfilábamos hacia un extenso y nutrido pinar donde los críos podían recrear las emociones de sus cuentos. En uno y otro caso, dábamos siempre buena cuenta de las suculentas y variadas tortas horneadas en el día.





Fueron años de gratificaciones imborrables. Así han quedado en el corazón de nuestros hijos para quienes el viaje a La Mancha era sinónimo de amoroso reencuentro con sus abuelos y oportunidad de gozar de un mundo mágico: las inmensas tinajas de las bodegas, los más diversos aperos de labranza, el simulacro de conducción de los tractores, las viejas llaves grandes y huecas, las lecciones sobre las particularidades de las plantas productivas, el extenso silencio de los campos infinitos, las partidas de bolos y de ping-pong…





La Semana Santa revestía un ceremonial solemne y austero. Seguramente más genuino al no estar entonces desbordado por el turismo fiestero. El espíritu aún se vivía bastante puro en el interior de las casas. La Mancha siempre tuvo una vida enorme de interior.





El fallecimiento del abuelo con el peso enorme de su gran personalidad y su significación de admiración y respeto en todo el pueblo y el posterior traslado de la abuela a su casa de Madrid dieron por acabada una época imborrable. De ella guardo también yo recuerdos de vivencias incomparables, aleccionadoras y sabias charlas con mi suegro, afectos sinceros con cantidad de estupendas personas que me regalaron el suyo, guisos inmejorables de mi suegra y una especie de retiros espirituales reparadores de la absorbente vida laboral madrileña.

 





Tras muchos años de ausencia, un penoso motivo me ha llevado de nuevo a La Mancha. De la mano y con el apoyo impagable de mi hijo ya que a las “chicas” de mi familia les resultaba de todo punto imposible desplazarse.

Los campos manchegos, alimentados por los aguaceros extraordinarios recientes, tienen un verdor norteño en sus enormes extensiones de exuberantes siembras. Los campos interminables de cepas perfectamente alineadas se muestran limpios, bien cuidados, resplandecientes. Las llanuras manchegas continúan más allá del horizonte. Siguen siendo un espectáculo asombroso que nos aproxima a lo que realmente significamos cada humano en el universo.







Luego, un pueblo que rezuma prosperidad. Supo enriquecerse con industria y comercio sin perder sus extraordinarias señas agrícolas. La iglesia de aquellas campanadas arrulladoras. Los abrazos cálidos de hijos y, sobre todo, nietos de aquellos con quienes disfrutábamos jolgorios en nuestra lejana juventud. Con igual afecto que sus padres y abuelos. Entre ellos, la ayuda impagable de la que heredó de sus padres un derroche de cariño, de entrega a los demás, de actividad incansable y de sólido concepto familiar. El progresismo no ha acabado con la familia.





El panteón familiar cuidado con el escrupuloso y apasionado esmero de quienes honran allí la memoria de sus ancestros. La familia también crece allí.

La casa que fue familiar con un vacío imponente, aunque firme y emocionalmente reconocible. A dos puertas continúa el horno del pan verdadero, de las tortas compañeras de desayunos y meriendas y del aroma que, inundando los patios, se nos alojó en el alma.

El confortable conducir de mi hijo nos encaminó de regreso a casa en animada charla cuajada de hermosos recuerdos. Las personas vamos creciendo, nos vamos relevando (con nuestros recuerdos y sentimientos) y los campos permanecen, con impasible apariencia, contemplando nuestro paso por ellos.

 

CM

19-4-2025

 


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