EL CANDIDATO DEL REY
Había un reino en que sus vecinos gozaban de gran fama de campechanía y, aún más, de espíritu fiestero. Su bella y variada tierra, sus climas diversos, sus apetitosas cocinas, las notables huellas de su larga historia y el temperamento afable y hospitalario de sus gentes le convertían en un poderoso imán para todo tipo de forasteros.
Tierras de pan llevar, tierras del vino, tierras de agrestes montañas, tierras aceiteras, tierras ganaderas, fronteras del mar, costas de formidables farallones pétreos y dulces arenales, huertos feraces, pueblecitos pintorescos muy entrañables y ciudades distinguidas, elegantes, embrujadas.
Cumbres heladas batidas por vientos feroces, verdes valles y bosques densos empapados por la bruma, grandes llanuras conviviendo con el sol tórrido y la noche gélida casi al tiempo, amplias zonas tropicales, islas de ensueño de brisas suaves.
Aquí un cocido de legumbres, allá pescaditos espetados, arroces de mil maneras y sabores, sublimes asados en hornos de leña, frutos milagrosos del mar (del más próximo y del más lejano), hortalizas de mil sabores hipnóticos, potes, gazpachos tan dispares con igual nombre, carnes vacunas, carnes bovinas, carnes porcinas, fiambres singulares, platos pobres para gustos exquisitos, decenas de docenas de deslumbrantes dulces.
Los siglos fueron dejando fantásticas huellas del arte pictórico, arquitecturas fascinantes, músicas sobrecogedoras, escritos sublimes, esculturas y arquitecturas prodigiosas, bailes imponentes.
Formaban un pueblo parido desde muy distintas razas, procedencias, culturas, creencias y pareceres.
El anciano padre del rey, un formidable héroe que supo conducir a su país hacia la prosperidad, hacía ya años que había abdicado aquejado de “elefantitis”, una culposa enfermedad progresivamente paralizante. El rey reinante tenía cedidos sus poderes de gobernanza a su pueblo. De hecho eran dos los duques que se alternaban en el gobierno según el apoyo que recibían de sus seguidores.
Uno, el duque de Obradoiro, prudente y mesurado, contaba con el respaldo sólido de las gentes de sus tierras. Respaldo repetido y continuado decenas de años.
El otro, duque de Trápala, título merecido por su natural proceder falso y embustero, mantenía a sus súbditos bajo mano de hierro, narcotizados con sus patrañas y sobornos. Tenía apalabrado con varios de ellos hacerles dueños de sus tierras, segregándolas del reino.
El de Trápala, evitando cualquier actitud de respeto al rey, con la altanería que ensoberbece a quien se estima superior (sin serlo), planteó su plan de progreso disimulando sus planes de fracturar el reino. El rey también le escuchó con cortesía exquisita y despidió a ambos indicándoles que les haría llamar cuando tuviese tomada la decisión tras sus cavilaciones.
Fue el rey a consultar con su viejo padre quien, tras escuchar a su hijo, le contestó en éstos términos:
-“Somos una gran y antigua nación. Y no sólo por regalo de Dios, que bendijo nuestras tierras, sino por el esfuerzo y penurias de nuestros antecesores. Carecemos de legitimidad ni moral ni jurídica para fracturar las tierras que de ellos recibimos. El gobernante, o lo es para hacer mejor la convivencia de todos nuestros vecinos, o no lo es. No debe gobernar quien esquilma a su pueblo, quien lo somete a mentiras y ocultaciones, quien se cree de mejor calidad que los demás, quien adoctrina a los infantes para mejor someterlos, quien confunde a las gentes defendiendo que, so pretexto de ser todos iguales, prioriza el derecho de la mujer sobre el hombre o del hombre sobre la mujer, quien no guarda el respeto debido a los muertos porque se combate a los vivos y se deja descansar a los muertos, quien beneficia a unas tierras sobre otras o a unas personas sobre otras. Y, ¡qué carajo!, la Nación ni se parcela, ni se disgrega, ni se descompone, ni se quiebra. La Ley a todos nos manda y todos estamos sujetos a ella; a quienes tienen encomendado aplicarla les debemos obligadamente acatamiento y cuando condenan por contravenir la Ley nada hay que exima a los culpables de la pena. Hijo mío, tienes la responsabilidad y deber máximos. Si has de guerrear, guerrea. Nadie te garantiza la victoria. Nadie se la garantizó a tus antepasados. Pero jamás podrás perder el honor y lo que ello comporta”.
Aquellas solemnes palabras calaron con naturalidad en el corazón y el sentimiento del rey. No tenía duda alguna. Sólo quedaba actuar en consecuencia.
28-9-23
CM