domingo, 13 de agosto de 2023

 GUERRA

 

 

Adopto aquí su definición como lucha o combate, aunque sea en sentido moral. (RAE)

 

ARES



Estoy a medio leer (con alguna posibilidad de no terminar) una novela que me recomendaron sobre la inmediata postguerra civil española. Creo que el autor escribe bien, sin entusiasmar. Pero lo que me hace mella es que plantea (en el fondo y la superficie) una historia de buenos y malos (nada original), rancio maniqueismo. 

 


Desde mi más tierna infancia y durante años todas las historias que me llegaban eran efectivamente de buenos y malos, como ocurre frecuentemente ahora. Pero con una diferencia capital: antes, los “buenos” eran siempre los ganadores, los más guapos y fornidos, los que cabalgaban en los más veloces caballos, los que carecían de conflictos sexuales (o no constaban), muy al contrario la guapa y el fuerte solían emparejar felizmente. Y los “malos” lo eran sin contemplaciones, perversos, feos y desaliñados y su mal comportamiento alcanzaba a las mujeres, que les rechazaban. En aquel esquema los buenos siempre terminaban ganando y los malos perdiendo (muy a menudo la vida o bien recluidos en calabozos infames). 



El bueno siempre era un maestro en el manejo del revólver o de la espada, era justo, limpio, de buenas maneras y muy seductor. No había otra posibilidad más que el bueno fuera el ganador.

 


El cambio argumental en las narraciones actuales es radical: los buenos son los perdedores, los más ilustrados, los sometidos a la injusticia bárbara de unos ganadores sin entrañas, perversos, abusadores de los más débiles (de mujeres y niños muy frecuentemente), cobardes pero siempre apoyados en la fuerza bruta. Los “buenos” son víctimas de una sociedad que les margina, les atropella y les desprecia como seres humanos. Y los “malos” son dominantes, violentos, desprecian la cultura y, a veces, forman parte de un grupo religioso que no duda poseer la verdad y la justicia. Los buenos son pobres obreros cultivados y los malos ricos patronos incultos.

 

Ambos planteamientos contrapuestos suelen encerrar intenciones moralizadoras: antes la justicia y la libertad; ahora la igualdad y la rebeldía. Son planteamientos estereotipados que me aburren soberanamente por repetitivos, predecibles y faltos de imaginación. Pero sí me parece que la “bondad” y la “maldad” merecen alguna reflexión. Sobre ambas sabios e ilustres pensadores y filósofos han reflexionado y escrito largo y tendido. Desde luego no tengo nada para aportar a tal nivel. Pero sí algún mínimo comentario sobre la experiencia que acumulo, que va siendo dilatada.

 

Siempre, siempre, parto yo del individuo para quizás cavilar después sobre el colectivo. Creo que ser bueno consiste en desear y dar al prójimo lo que uno quiere que el prójimo le desee y dé a uno. No existe grupo, por bueno que sea, que garantice que cada uno de sus individuos sea bueno, aunque lo favorezca grandemente. Ni existe que un muy buen individuo haga forzosamente bueno al grupo al que pertenezca, aunque lo facilite en gran manera. El argumento se hace evidente en los equipos deportivos de competición. Y, desde luego, el sólo hecho de ser el ganador o perdedor de una contienda es indiferente para calificar el grado de bondad o maldad moral de cada persona involucrada.

 


Veo comportamientos muy infantiles en que algunos se desenvuelven con agresividad (pegan sin razón alguna a otros niños o les arrebatan sus juguetes) y muchos cuidadores-educadores pasan de rectificar las malas acciones: “son niños, qué quiere, y tiene que ser feliz la criatura”. Pues quiero que desde la más tierna infancia se enseñe a los niños que pegar a otro está mal, que quitar los juguetes a otro está mal, que el niño debe rectificar esas conductas o que, de no hacerlo, recibirá un castigo que le va a reducir su felicidad. 

 


Y quiero que, cuando más tarde inicie su convivencia en un centro escolar, sepa que al maestro hay que obedecerle, hay que respetarlo o, si no lo hace, debe sufrir un castigo en que docente y padres estén en un mismo y único bando: la educación. Ser feliz, ¿a cualquier precio, sin límites? 

 



Me viene a la cabeza un pensamiento escrito por mi admirado Max Aub, en alguna de sus espléndidas novelas sobre nuestra guerra civil un miliciano le pregunta a otro: “¿pero para ti qué es la libertad?”. Y la respuesta: “para mear donde me de la gana”. Semejante barbaridad es preciso atacarla con la educación: “no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti”. O sea no te puede dar la gana mear en la puerta de otro. Si lo haces, se te castigará. Principio básico de convivencia.

 



Y no veo justificación que altere los principios básicos de la convivencia: el respeto al prójimo venga de donde venga, piense lo que piense, con la necesaria exigencia de reciprocidad.

 

La vida en comunidad exige que los principios básicos de convivencia  se plasmen en reglas jurídicas para que el orden y la justicia permitan la misma. La comunidad llega por tanto a establecer normas jurídicas y las penas a imponer a quienes no las cumplan. Para que la Ley no quede en pura entelequia es imprescindible establecer las penas a aplicar a quienes la infrinjan. No se trata sólo de condenar moralmente al que mata o al que roba a otro, sino de determinar cuál debe ser la condena jurídica, la pena a aplicar a quien lo cometa. Y que se cumpla cabalmente en los términos fijados por el juzgador.

 


Las Leyes  básicas (no matar, no robar, …) son inmutables en una sociedad sana. Las leyes puramente civiles (limitar la velocidad de vehículos) son mutables. Y las leyes consuetudinarias son cambiantes según la sociedad va modificando los usos y costumbres (desnudarse en público en lugares determinados). Ningún nivel debe contravenir al superior: una ley civil debe estar sometida a las leyes básicas. Si no es así se produce inevitablemente tensión e inseguridad en la convivencia. Por otra parte, las leyes civiles deben dar cobertura a los usos y costumbres con agilidad.

 

La labor por tanto del legislador es absolutamente clave para mantener y facilitar la convivencia pacífica del grupo social.

 


La guerra es la expresión última y más grave de los conflictos sociales. Las motivaciones son diversas pero en todas ellas esta presente la ausencia de respeto. La guerra es una gran degradación y un inmenso fracaso humanos, siempre indeseable.

 

Entre vecinos lo más común es que una guerra estalle por conflictos fronterizos, menos frecuentes en territorios yermos, sin recursos económicos ni posición estratégica valiosa. Entre quienes no son vecinos lo más  habitual es que se produzcan por motivo de la hegemonía en el poder, que responde normalmente a intereses económicos. La conocida como guerra civil aporta la crueldad añadida de resquebrajar la sociedad hasta su célula básica, hasta la propia familia por enfrentar a sus miembros (padres, hijos, hermanos); restañar las heridas causadas es más complejo porque es el mismo grupo social el que, al mismo tiempo, gana y pierde el enfrentamiento; además abre la oportunidad de cobrarse pendencias, envidias y deseos inconfesables estrictamente privados. En definitiva, es extraño que no existan razones económicas, más o menos evidentes, en el estallido de las guerras. Igualmente es extraño que no existan razones de opresión o humillación entre los factores desencadenantes de las guerras. De cualquier forma para todas las contiendas creo que vale la misma consideración: “son unos pocos (usualmente de mayor edad) los que deciden la guerra; son muchos quienes la hacen (principalmente jóvenes y actualmente ninguno de los que la proclamaron); y todos, los que la sufren (sobre todo los más débiles). Los que las declaran no las sufren (al menos hasta que las pierden)”.

 



Pertenezco a una generación muy privilegiada: no hemos tenido que decidir, hacer ni sufrir una guerra. Sin embargo, hemos relajado tanto el respeto por el otro, la educación, la defensa de los principios morales básicos, la seguridad jurídica que aportan las leyes y sus aplicadores (jueces) que estamos poniendo en gran peligro una convivencia justa, libre, digna y pacífica. Por una parte porque nuestros gobernantes han tomado al asalto el feudo de los legisladores y de los jueces sometiéndolos a sus intereses de poder y, por otra parte, porque fomentando el rencor, el odio, la revancha, la mentira, se esta tensionando de tal forma la convivencia que pudiera llegar a lo que no hemos vivido, a la guerra. Si, Dios no lo quiera, ocurriese, todos, absolutamente todos, tendríamos nuestros gramos de responsabilidad, aunque en algunos se tornen los gramos en quintales.

 



Que gobiernen un país quienes odian ese país es, además de absurdo, suicida. Porque pueden alcanzar su objetivo, destruir a España y llevarnos a todos (azules, rojos, verdes y mediopensionistas) por delante. Y todo bajo la sombra de quien asume la obligación de defender a la patria España y de mejorar la convivencia entre todos los españoles con los recursos que los españoles hemos puesto en sus manos. ¿Traición de lesa patria?

 

 

 

13-8-23

 

 

CM

 

 

 

 

 

 

 







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