PAPA LEÓN XIV
(Rover Francis Prevost Martínez)
Hoy se ha celebrado la Misa de entronización del nuevo Papa LEÓN XIV. Con un ceremonial solemne, magnífico, propio del boato de una representación litúrgica impecable de la Iglesia Católica.
En los escasos diez días desde su elección por el Cónclave Cardenalicio ha dado muestras de su respeto por los símbolos y tradiciones eclesiásticas, conciliables con su larga carrera de austero monje agustino y profundo espíritu misionero. Durante toda su trayectoria eclesiástica se ha manifestado como un comprometido defensor de los más humildes y necesitados.
No es irrelevante su decisión de tomar el nombre de León; enseguida pensé en LEÓN XIII, el Papa de los trabajadores más modestos, de los pobres. Incluyo abajo una síntesis de su Encíclica RERUM NOVARUM donde sentó las bases de la Doctrina Social de la Iglesia Católica frente a la filosofía (y doctrina) marxista.
La prédica del Papa en su primera misa oficial como Sumo Pontífice de la Iglesia, en presencia de más de ciento cincuenta dignatarios internacionales y de representantes de todas las principales religiones, fue escueta y rotunda en los dos ejes que pretenden enmarcar su pontificado: AMOR y UNIDAD. Lo ha manifestado desde una declarada humildad (“soy uno más, vuestro hermano”) en total congruencia con toda su trayectoria. En tan escasos días, me ha parecido un hombre de hechos más que de palabras.
Vengo reiterando que uno de los más graves problemas de occidente es la ausencia de líderes sociales en todos los órdenes, espiritual, pensamiento, filosofia, ciencia, arte, política, …, que tengan capacidad de ilusionar conduciéndose de acuerdo con la dignidad humana, con sus personales decires y, ante todo, haceres.
Mi anhelo de que surjan líderes con virtudes ejemplares y capacidad de estimular y entusiasmar a la población se cruza con la propuesta papal: AMOR, UNIDAD, RECONCILIACIÓN, HERMANDAD, PAZ, HUMILDAD.
En nuestra patria, estamos sufriendo hace demasiado tiempo liderazgos gubernamentales que se afanan entorno al RENCOR, DESUNIÓN, ENFRENTAMIENTO, SOBERBIA. No creo en absoluto que el deterioro social y la descomposición de nuestra convivencia sean ajenas al maniqueísmo de nuestros gobernantes.
La propuesta del Papa supone un choque frontal contra la actividad de nuestros gobernantes y sus ramificaciones afines.
Creo también que la Iglesia requiere una renovación que la aleje del populismo, profundice en el compromiso valiente y cuide atentamente el deber de ejemplaridad entre los eclesiásticos.
Quiero ver Esperanza en el Santo Padre. Creo honradamente que el hermano agustino, misionero comprometido con el Evangelio, con Jesucristo, e iluminado por la Virgen del Buen Consejo, puede ayudar de manera formidable a la iluminación que necesitamos.
Así sea.
CM
18-5-25
RERUM NOVARUM (APUNTES Y COMENTARIO)
"Sólo los pueblos informados pueden tomar decisiones libres" (León XIV)
León XIII publicó en 1891, apogeo de la Revolución Industrial, una importante Encíclica donde estableció las líneas maestras de la Doctrina Social de la Iglesia: justicia y protección para los más desfavorecidos y defensa de la propiedad privada son dos de sus ejes esenciales enfrentados a las filosofías socialistas de Engels y Marx, basadas en el materialismo histórico, la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada.
“Los adelantos de la industria y de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda.
Difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas. Es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa
El tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.
Los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones.
Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si, reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo.
Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta contra la justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande la diferencia entre el hombre y el género animal. Las bestias, indudablemente, no se gobiernan a sí mismas, sino que lo son por un doble instinto natural, que ya mantiene en ellas despierta la facultad de obrar y desarrolla sus fuerzas oportunamente, ya provoca y determina, a su vez, cada uno de sus movimientos. Uno de esos instintos las impulsa a la conservación de sí mismas y a la defensa de su propia vida; el otro, a la conservación de la especie. Ambas cosas se consiguen, sin embargo, fácilmente con el uso de las cosas al alcance inmediato, y no podrían ciertamente ir más allá, puesto que son movidas sólo por el sentido y por la percepción de las cosas singulares. Muy otra es, en cambio, la naturaleza del hombre.
Y por esta causa de que es el único animal dotado de razón, es de necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes, cosa común a todos los animales, sino también el poseerlos con derecho estable y permanente, y tanto los bienes que se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se hace de ellos, perduran. De donde se sigue la necesidad de que se halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra misma.
Por tanto, la naturaleza tiene que haber dotado al hombre de algo estable y perpetuamente duradero
Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es anterior a ella, y consiguientemente debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera comunidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo. El que Dios haya dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede oponerse en modo alguno a la propiedad privada.
El medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el trabajo. Cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo.
Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso del suelo y los diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la existencia del derecho a poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el campo que cultivó.
Encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos.
Esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza cuando se hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la sociedad doméstica. Está fuera de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: «Creced y multiplicaos»[ He aquí, pues, la familia o sociedad doméstica, bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra, la cual es de absoluta necesidad que tenga unos derechos y unos deberes propios, totalmente independientes de la potestad civil. mediante la posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a los hijos. tiene ciertamente la familia derechos por lo menos iguales que la sociedad civil para elegir y aplicar los medios necesarios en orden a su incolumidad y justa libertad. Y hemos dicho «por lo menos» iguales, porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a la sociedad civil, se sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y más naturales.
Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro del hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se detengan ahí.
Los hijos son algo del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad doméstica en la que han nacido. De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar.
Quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna.
Debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable.
Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna.
Sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude.
Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.
La doctrina de la religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. no exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo. tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo. Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente preparados contra la injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.
Ya nades en la abundancia, ya carezcas de riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos. quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más bien la obstaculizan[7]; de que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de Jesucristo[8] y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del uso de las riquezas. el hombre no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las comparta fácilmente con otros en sus necesidades.
A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su decoro. Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar. todo el que ha recibido abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de los demás. Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que se afane en compartir su uso y su utilidad con el prójimo».
Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su trabajo. la verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en la virtud; que la virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y pobres; y que el premio de la felicidad eterna no puede ser consecuencia de otra cosa que de las virtudes y de los méritos, sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de Dios parece más inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a los pobres. los bienes naturales, los dones de la gracia divina pertenecen en común y generalmente a todo el linaje humano.
Si hay que curar a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres cristianas, ya que, cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay que hacerlas volver a sus principios. Porque la perfección de toda sociedad está en buscar y conseguir aquello para que fue instituida, de modo que sea causa de los movimientos y actos sociales la misma causa que originó la sociedad. Por lo cual, apartarse de lo estatuido es corrupción, tornar a ello es curación. Y con toda verdad, lo mismo que respecto de todo el cuerpo de la sociedad humana, lo decimos de igual modo de esa clase de ciudadanos que se gana el sustento con el trabajo, que son la inmensa mayoría. En relación con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y guiando a los hombres hacia la virtud. reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y la sed de placeres. Pero, además, provee directamente al bienestar de los proletarios, creando y fomentando lo que estima conducente a remediar su indigencia.
Los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. el Estado debe velar por el bien común como propia misión suya.
La naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos. De ahí que entre los deberes, ni pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva.
Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno, quienes legislen, quienes juzguen y, finalmente, quienes con su dictamen y autoridad administren los asuntos civiles y militares. Es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. La equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus cuidados al proletario para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad.
No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana.
Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las injurias. Sólo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente por los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado.
Debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes. Y principalísimamente deberá mantenerse a la plebe dentro de los límites del deber, en medio de un ya tal desenfreno de ambiciones. tampoco autoriza la propia razón del bien común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad, caer sobre las fortunas ajenas.
El alma es la que lleva impresa la imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel poder mediante el cual se mandó al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores y sometiera a su beneficio a las tierras todas y los mares. En esto son todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los particulares.
Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con frecuencia que un trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible en otra o no puede realizarse sino con grandes dificultades. Finalmente, lo que puede hacer y soportar un hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño. Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma.
Procede injustamente el patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada más que para poner a salvo el derecho de cada uno.
Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión que tratamos no puede tener una solución eficaz si no es dando por sentado y aceptado que el derecho de propiedad debe considerarse inviolable.
Los hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en que han nacido y visto la primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la patria les da la posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos.
Proteja el Estado estas asociaciones de ciudadanos, unidos con pleno derecho; pero no se inmiscuya en su constitución interna ni en su régimen de vida; el movimiento vital es producido por un principio interno, y fácilmente se destruye con la injerencia del exterior. se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto. se ha de establecer como ley general y perpetua que las asociaciones de obreros se han de constituir y gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin que se proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida de lo posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Lo común debe administrarse con toda integridad, de modo que la cuantía del socorro esté determinada por la necesidad de cada uno; que los derechos y deberes de los patronos se conjuguen armónicamente con los derechos y deberes de los obreros.
Las edades se suceden unas a otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se rigen por la providencia de Dios, que gobierna y encauza la continuidad y sucesión de las cosas a la finalidad que se propuso al crear el humano linaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario