miércoles, 2 de julio de 2025

 MALA GENTE

 





Las fronteras entre la bondad y la necedad son de humo con frecuencia. También ocurre que a ambas se superpone el temperamento, educación y creencias de cada quien.

En mi caso he actuado en la vida conforme a lo que mi conciencia me indicaba. Porque, si alguna vez me planteé contrariarla, fue tal la desazón y malestar que rápidamente rectifiqué: no me siento capaz de vivir contra mi conciencia. En sí mismo no significa que yo haya actuado siempre de manera bondadosa pero sí que llevo en mis genes y en mi educación intentarlo y creo haberlo alcanzado con bastante rotundidad.

Se trata, a mi ver, de que el yo profundo permita actuar conforme a la conciencia. Y que, previamente, la carga genética, la labor de los padres y abuelos y la de cuantos formadores intervienen hayan permitido ahormar la conciencia conforme a los patrones de la bondad. En este aspecto yo tuve una impagable suerte: de mis padres y abuelos recibí una herencia genética y unas enseñanzas que remacharon después mis maestros, enfocadas siempre hacia el buen sentir y bien proceder.

No es casual por tanto que todos mis hermanos hayan sido magníficas personas, que mi círculo más próximo de amigos también lo hayan sido y que, en general, haya tenido con cuantos he podido relacionarme unas pautas de conducta inspiradas por el buen proceder. Y, ante todo, que tenga una esposa de una bondad infinita, de malicia cero, y unos hijos y nietos que brillan por su bondad y afabilidad.

Siendo así, resulta muy difícil, con frecuencia imposible, comprender a quienes se rigen por la maldad. Según le vaya en la feria a cada quien, se opinará que la mayor parte de la gente es buena o que es mala. Filósofos para defender lo uno y lo contrario los tenemos de gran calidad de pensamiento. Pero aquí me referiré estrictamente a mi modesta experiencia.

En general, yo me he encontrado con buena gente, con muy buena gente que también me empujaron a que yo lo fuera, o lo intentara. Quizás por ello más me choca y resulta llamativo que haya mala gente, es decir, que sean profundamente malos, que sean perversos, que deseen y gocen con el sufrimiento ajeno, que interpreten sistemáticamente la mala intención del otro, diga lo que diga o haga lo que haga. Son los que jamás pueden encontrar responsabilidad en sus propios actos cuando yerran. Porque la culpa siempre corresponde a otro, puesto que “el otro” siempre pretende dañar. Un perfecto efecto espejo.

Es perfectamente lógico que la mala gente se encuentre sola, aislada y asediada por un universo malvado, tan solo deseoso de causarle daño.

 

Nos conocimos cuando rondábamos los veinte años, con escasos meses de diferencia. Eran las dos hermanas menores de la que es la mujer de mi vida, con la que me casé y con la que tuve la dicha enorme de tener dos hijos. Cuando conocí a su padre no tuve la menor duda de que se trataba de una buena y gran persona. Su madre no creo en absoluto que fuera mala persona, pero posiblemente la crueldad y barbaridades de la guerra la habían marcado a fuego en un entorno familiar profundamente herido por el dolor y la amargura. Como ambas hermanas recibieron tanto en casa como en el colegio una educación similar a la de su hermana mayor, tampoco la educación recibida debe justificar la bondad en una y la maldad en las otras dos. Una vez más enfrentamos la incógnita de cual pudiera ser la razón, fuera de la herencia paterna y de la educación recibida, que pueda justificar la perversidad de esas dos personas. Porque ya lo eran cuando nos conocimos y, por tanto, su desarrollo posterior no fue el causante de su ruindad, sino, en todo caso, un perfeccionamiento de la misma.

Naturalmente no era posible que yo mantuviera trato con semejantes malignas. Aún así, aprovechando la gran estima que recibí de mi suegro, cuanto en mi mano estuvo hice para favorecerlas en cuanto dependía de la autoridad de aquel.  A modo de pequeños ejemplos, recuerdo aquí que conseguí que la mayor de ellas viajase a Italia por puro placer (a los cuatro días llamaba pidiendo sugerencias porque ya había visto allí todo lo que había que ver) o que la más pequeña pudiese apuntarse a un curso de inglés en Edimburgo. Más trascendencia tuvo que la gestión de mi mujer con buenos amigos nuestros le permitiese aprobar a la mayor sus estudios de agrónomos o que la pequeña entrase a trabajar en el ministerio de comercio (desde el que luego consiguió destinos en embajadas en el extranjero). Ésta sí trabajó (al menos en apariencia), por lo que quedó en aprendiz de parásito, experta en bajas psiquiátricas; la mayor de las dos fue una gran maestra en parasitismo toda su vida (salvo un día que viajó a Almería para un trabajo y se dio la vuelta ese mismo día). Madrina de bautismo de mi hijo y de mi nieta, tampoco en ello cumplió, ni les dio apoyo espiritual (le daba “asco” cómo comía su entrañable ahijada), ni aún menos fue modelo a seguir en sus vidas. La única Navidad que tuvo que pasar sola en su vida mi hija fue porque esa tía, apenas una hora antes de comer, le dijo que no quería comer con nadie, habiéndola invitado días antes.

La delicada salud de mi mujer hace años que le viene impidiendo trasladarse con facilidad. Aún así, nos desplazamos con gran dificultad cuando una y otra hermana estuvieron hospitalizadas. Jamás mi mujer recibió ni una sola visita de ninguna de ellas, ni en el hospital ni en casa (a menos de ocho kilómetros del hospital al que acudía dos veces al año la más pequeña).  

Mi mujer tuvo que convencer con enorme dificultad al director del hospital donde agonizaba su madre para que no la expulsase, debido a que la más pequeña gritaba por los pasillos que querían asesinar a la madre por facilitarle medicamentos que aliviasen su insoportable dolor. Esa misma hermana pequeña aplicó con frialdad a su hermana idéntico rigor cuando, alojada en su casa, se retorcía de dolor al final de su vida.

Los meses anteriores a sus muertes ninguna de las dos hermanas dejaron pasar día sin telefonear a mi mujer, brutalmente enfrentadas entre sí, pidiendo su mediación para obtener apoyo a la una o a la otra. Padeció al teléfono inmensamente mi mujer (y yo padecí en silencio) los ataques más feroces entre ambas pécoras. Un dia, los gritos y golpes de la más pequeña, los insultos más graves a la enferma (a quien hacía culpable de toda su vida desgraciada) y las blasfemias más hirientes contra todo lo sagrado (a quienes adjudicaba también la causa de su desgracia), me obligó a gritar ¡se acabó!; calló y cortó la comunicación. Pocos días después se atrevía a bromear, “no vaya a ser que tu maridito me vuelva a hacer callar”.

Siempre dije que no habían querido a nadie. Alguien me corrigió porque defendía que querían a sus perros-mascotas con toda su alma. ¡Mentira! Ambas tuvieron un proceso muy lento y previsible hacia la muerte. ¡Ninguna se ocupó del futuro de sus perros!



FUE LA CASA FAMILIAR CASTAÑO-ORTEGA


Finalmente dejar aquí constancia de cuales fueron sus últimas voluntades en ¡testamentos del 4 de octubre 2022!: cada una a favor de la otra y, en su defecto, ¡Cáritas Diocesana!

Alguien de Cáritas entrará en algún momento en lo que fue casa familiar, en el pueblo. Y allí, alguien tendrá que destruir viejos documentos y fotos, cartas, depósito de recuerdos y dijes de familia que ambas (¡la que presumía de atea y la adepta a brujerías!), decidieron que destruyera un desconocido de la organización diocesana.

 

Pido perdón a mi mujer y a mis hijos por el dolor que este somero apunte de mis cuñadas les produzca. En lo que me ha sido posible he reprimido mi profunda repugnancia hacia esta mala gente. Pero he creído de justicia y verdad poner de manifiesto el injusto dolor y profunda amargura que han causado estas dos perversas a la hermana mayor que sólo el bien les procuró.

Fallecieron en corto espacio de tiempo en dos hospitales distintos. Desde cada uno, en su momento, recibí llamadas en mi teléfono anunciándome el correspondiente fallecimiento. ¿Quién facilitó mi teléfono a esos dos hospitales?

Naturalmente acudí de inmediato en uno y otro caso para hacerme cargo (en nombre de mi mujer) de la organización y gastos de los entierros. Con la ayuda inestimable de la prima Milagros de la Torre, ambos se efectuaron conforme al respeto y buen nombre que a mi mujer y a la familia de sus abuelos Pedro Ortega y Amparo Calero corresponde. Una vez más mandó la conciencia (¿o la necedad?).

Ahora peleo con el banco el abono de los gastos. Pero eso ya es otra historia.

 

CM

2-7-2025